Bailarín compadrito
(Nota extraida del Diario Clarín Digital - miércoles 02-08-2000)
Debutó a los 12, bailando con su madre en una kermese. Fue amigo de Robert Duvall y admirado hasta por Nureyev. Y un personaje increíble.
MARIANO del MAZ
Mucho antes de enseñarle a Robert Duvall los secretos del tango y del asado, Virulazo no era Virulazo. Jorge Martín Orcaizaguirre era, en los caseríos del oeste bonaerense, el Vasco. Su talento con las bochas le cambió el apodo.
Era, de acuerdo con la época, un tipo normal: capaz de tirotearse por problemas de polleras ("que no eran las mías", aclararía más adelante Elvira, su mujer), ansioso por la trampera del jilguero del patio de San Justo, buen amigo, levantador de numeritos, gran bailarín.
Hubiera abonado, apenas, la poderosa mitología de La Tablada, San Justo y Mataderos si Héctor Orezzolli y Claudio Segovia no hubieran decidido hacer una razzia de los feos, sucios y malos de la milonga para pergeñar el espectáculo Tango argentino, que descolló en el mundo a partir de 1983.
Virulazo debutó a los 12 años en una kermese bailando con su madre. A los 18 se lucía en las pistas de Defensores de La Tablada, el Almafuerte, Nueva Chicago. Un día, Celedonio Flores lo vio y le dijo: "Pibe, pará de bailar. O empezá a cobrar". En 1952, con su esposa Aída, obtuvo el primer premio de un concurso en Radio Splendid. Su estilo era simple: sabía caminar la pista y tenía presencia.
Era insólito por dónde se lo viera. Se limpiaba las uñas con una faca, recuerdo de su pasado de matarife. Decía que el chocolate era "para maricones". Detestaba a Piazzolla. Cuando le preguntaban, por ejemplo, por Venecia, respondía: "¿Venecia? La Chacarita con agua". Una cicatriz que le cruzaba la cara redondeaba al personaje.
En 1957 se separó de Aída y se metió con Elvira Santamarina. Había sido su primera novia y pronto se convertiría en su gran amor y en la gran compañera de baile. Era flaca como un junco y sabía acomodarse entre los 130 kilos de Virulazo. Brillaron en cada una de las milongas suburbanas. Segovia y Orezzolli vieron esa química. Y cuando los convocaron para Tango argentino sabían el riesgo que corrían: Virulazo era la antítesis de la imagen del tango en el exterior, ésa que abunda en la trilogía Valentino, sensual & erotic. Dice Copes, también integrante de Tango argentino: "Primero la gente se reía. Virula y Elvira parecían Brutus y Olivia. Cuando empezaban a bailar, dejaban de burlarse y se quedaban en silencio. Y al final, siempre, los ovacionaban"
Con la plata de Tango argentino pudo cumplir el sueño de comprarse un chalecito en San Justo. La parrilla y el quincho eran casi más grandes que la casa. Se vanagloriaba de tener siempre "la brasa lista". Allí, Duvall aprendió los secretos de la molleja crocante para difundirlos en Beverly Hills. Allí, Duvall le contaba cómo crecía su barra brava internacional: Anthony Quinn, Leslie Caron, Liza Minnelli, Rudolf Nureyev, Mikhail Baryshnikov.
El roce "con la extranjería" lo enorgullecía, pero hasta ahí. Cuando le preguntaban qué lugar le había gustado más, siempre respondía: "El avión de vuelta".
Más allá de las anécdotas, que son un envoltorio ineludible de su genio y figura, Virulazo fue la representación más pintoresca y prototípica de una especie en extinción: la del milonguero de las décadas del 40 y 50. Murieron Petróleo, Todaro, Lavandina, Pepito Avellaneda; hoy, esa memoria descansa en los pies de Copes y Gerardo Portalea, entre algún otro.
Dijo el coreógrafo Claudio Segovia: "La ferocidad con que se entregaba, la unión de belleza y fuerza que lograba con Elvira, quedó en la mente de todos los que lo hayan visto". Esa manera era como una metáfora danzística de la cicatriz que tenía en la cara.
Al final de su vida sabía que le había ganado definitivamente a la malaria. Estaba bien de dinero ("hice un lindo canuto"), estaba bien con Elvira y sus hijos. Decía: "Creo que el éxito mío está directamente ligado a la autenticidad, a bailar el tango como mandan los códigos. Los códigos del sentimiento, los que alientan a cualquier milonguero".
Murió hace diez años después de medio siglo de tres atados de cigarrillos diarios. Tenía 63 años y todas las condiciones para la leyenda.